VIVIR EN EL BORDE

Desde el precipicio no se distinguen los contornos de las piedras del fondo que desaparecen y emergen en la espuma rebosada de las crestas marinas. 

Los detalles insignificantes se difuminan y la visión se llena de radiales formas genéricas de objetos inertes. Es la capacidad innata del driblador profesional que lleva pivotando todo el tiempo del juego alrededor de las verdades incómodas que esconden las pequeñas cuestiones cotidianas.

Cuando David Trueba tituló su bella parábola de una pequeña victoria personal que alcanzaba cotas de grandeza en el espectador “Vivir es fácil con los ojos cerrados”, no acertó posiblemente a entrever la profundidad de su afirmación en un país como el nuestro.

Tomando el camino derecho, desbrozado, asfaltado y recién pintado, llegas antes e indudablemente te ahorras el pago de numerosos peajes dolorosos en los que la vida coloca a los viandantes en forma de generosas envidias que te recordarán lo infeliz que eres a cada paso. “Los que van deprisa, nunca ven en el cielo” rezaba aquella canción de Tontxu “Somos de colores”.

A quién le importa mirar al cielo.

Todo lo más, vamos mirando las puntas del zapato que de vez en cuando da una patada a alguna piedra. A lo sumo, contemplamos nuestro propio contorno esparcirse en la sombra del suelo, siguiéndonos como perro fiel mientras avanzamos hacia la seguridad de nuestras zonas de confort diarias.

Para la gente que vive en el borde, los recorridos del alma se confunden para perderse en la bruma de una neblina espesa que no permite ver el horizonte.

Caminar contracorriente buscando hueco entre la multitud que circula en sentido contrario, pedalear bordeando riscos paralelos a costas infinitas, andar a través de pedregales que despeñan a cada paso trozos de pedregal y lascas que bajan en gravedad creciente hasta valles de bosques. Todo lo que encierra el peligro de no guardar un equilibrio entre lo pensante y lo facto, entre el intelecto y el alma, se encuentra en esa capacidad de mantenerse en las orillas de la vida.

Yo no soy valiente porque no quiera. Más bien soy cobarde porque no sé ser de otra manera. Me llena la rabia, pero se me vacía el cubo del tiempo antes de aprovechar la ira para algo útil. Empeñada en flotar en la nada, voy muriendo en vida, alejándome de esa linde maravillosa que me mantenía entre lo fútil de mis cotidianas heces y el brillo de mis escasos rayos de luz.

Tal vez llegue otra vez a balancearme en el borde.

Entre tanto, esperaré paciente ahogada en vacío.

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