Nadie lo ve. Solamente tú.
Si estás leyendo esto, vives
en pareja, sientes un vacío dentro, una tristeza infinita que parece que te
ahoga, un dolor emocional que te acompaña desde que abres los ojos al despertar
hasta que vuelves a dormirte, cada día, todos los días, es que estás siendo
maltratada.
Ninguna persona, y muchísimo
menos él, ese adulto que convive contigo, se va a dar cuenta de lo que estás
sufriendo.
No esperes ayuda de nadie, ni
de tu familia, ni de tus amistades. De nadie. Porque el maltrato psicológico y
emocional está dentro de ti y cuando te ven, cuando os ven a los dos, no están
desde fuera lo que tú ves, lo que te pasa por dentro, lo que sientes. No saben
nada de todo lo que anida en tu mente.
Estás en un oscuro pozo del
que no sabes cómo salir, porque no hay cuerda de rescate. Ninguna persona te
tirará un salvavidas porque no sabe dónde estás. Estás nadando en la oscuridad.
Nadie socorre a quien no pide
socorro y tú no lo estás pidiendo. Ni siquiera sabes cómo. Ni siquiera sabes lo
que te está pasando.
En el caso de que te ofrezcan
ayuda, tampoco vas a aceptarla porque no crees que la necesites. No pides que
te echen una mano porque no sabes ni qué decir cuando te preguntan qué te pasa.
El agujero emocional es un
pozo, un hoyo muy profundo que se ha ido cavando minuto a minuto, día tras día,
durante un montón de tiempo, tal vez décadas. El maltrato te ha enterrado en
ese pozo que es cada vez más profundo, más alejado de la luz. Allí te has
instalado y no ves ninguna salida, porque está muy, muy hondo.
Ni siquiera sabes que estás
dentro del pozo, pero lo sientes. Oh, sí, lo sientes. Cada segundo, cada
minuto, cada hora y cada día. El miedo a salir de esa oscuridad se va
acumulando en tu memoria, en tu carne, en tu cuerpo, en tu imaginación, en tu
pensamiento, en tus actos, en tu trabajo, en tus amistades, en tus hijos, en
tus hijas. El agujero oscuro te va desgastando poco a poco. Te apagas y cada
vez tienes menos fuerzas para gritar.
Un día dices basta, sin
saberlo, y no es algo rápido.
Puede ser consciente o
inconscientemente. Empiezas a llorar y te cuesta parar. Tú nunca lloras, eres
muy fuerte, pero ese día sí lo haces. A lo mejor no ha pasado nada especial. Es
un día cualquiera. Nada diferente a los desprecios, los latigazos verbales, los
insultos, los menosprecios, las caras de asco habituales en tu pareja.
Entonces, ¿por qué lloras así? Lo intuyes como siempre, en tu interior, pero no
terminas de entenderlo. No eres capaz de expresarlo con palabras ni contárselo
a nadie.
Lo sientes todo de golpe, pero
no sabes qué es.
También puede que te dé por
beber, por fumar, por tomar pastillas para la ansiedad o antidepresivos, por
salir demasiadas noches seguidas con las amigas, por apuntarte a yoga o a
pilates. Puede ser que tengas tu primer ataque de ira y grites, o varios
ataques muy frecuentes, que les grites a tus hijos e hijas más de la cuenta,
siempre sin querer. Luego la culpabilidad te hundirá otro poco más en el pozo.
La culpa es la que provoca los resbalones más grandes en las paredes limosas de
tu oscuro pozo. Es la que te hace volver a caer dentro y no seguir trepando
hacia la salida.
Estás diciendo basta con parte
de tu persona, de tu conducta, de tu vida cotidiana. Estás estallando. Ese es
el momento exacto de reconocer, al menos, que algo no va bien.
Sin darte cuenta, ya has
empezado a escalar el pozo cuando estás haciendo todo eso. Muy lentamente, sin
saber que lo haces, pero cada vez escalas un poco más, avanzas hacia adelante,
pierdes el equilibrio y te caes abajo otra vez, pero sigues subiendo. Las paredes del pozo resbalan mucho porque son
de lodo. Se formaron durante tanto tiempo a partir del barro y porquería de tu
relación tóxica. El fango resbaladizo de ese limo maloliente te vuelve a
empujar hacia abajo muchas veces.
Pero sigues trepando por las
paredes mojadas y agrestes, sola, despacio, en silencio.
Tienes que luchar, sacar
fuerzas de donde no las encuentras. Subir, subir, subir.
Hasta que, por fin, a duras
penas, alcanzas el final del pozo. Sales tambaleándote, dando tumbos. Estás
gateando y apenas eres capaz de caminar encorvada.
Al salir no esperes gran cosa
porque nadie te estará esperando fuera. Ninguna persona, salvo tú misma, sabe
las penurias que has tenido que pasar durante tanto tiempo. Después de tanto
esfuerzo, tras tantos años intentándolo, no esperes una fiesta de bienvenida.
No habrá celebraciones ni algaradas. Allí arriba no te darán un premio por tu
tesón y tu valentía por salir del pozo, escalando piedras resbaladizas,
jugándote el tipo a cada zancada, cayéndote una y otra vez para salvarte a ti y
a tus hijas e hijos. Algunas personas te comprenderán más o menos porque te
tienen cariño, pero no esperes grandes apoyos. El agujero era tuyo, de nadie
más, y lo tienes que tapar con tu nueva vida, pero tú solita.
Actúas de forma tímida y hablas
en susurros, pidiendo consejos aquí y allá. No te sirven. La gente te cuestiona
todo el tiempo mientras a él le apoyan, le comprenden y le dan la razón. Puede
que pienses que no has sido capaz de aguantar lo que otras aguantan y te
arrepientas de no haber llevado, como tantas otras mujeres, una vida en familia
“normal”. Te culpan y te culpas.
En ese momento la luz de fuera
te ciega y tienes unas enormes tentaciones de volver a la oscuridad segura de
tu pozo, a la que ya estabas acostumbrada.
Entonces alguien te da la mano.
Alguien que no te juzga, te ayuda y te comprende. En ese momento, aunque ves
más luz, ya no te ciega como antes. Empiezas a respirar profundamente un aire
más puro y consigues ponerte en pie, por fin erguida. Te vas alejando de la
boca del pozo, caminando con paso firme hacia otro lugar más acogedor. Un sitio
mejor, sin lodazales húmedos y malolientes.
De pronto, puedes hacer
aquello que no hacías por ese miedo interno silencioso, pesado, íntimo,
constante.
De vez en cuando mirarás atrás
y verás otro agujero lejano en medio de un campo de flores. A veces crees que
deberías refugiarte allí, incluso dudas de que salir haya sido buena idea,
porque te sientes incomprendida, terriblemente sola y además tu vida ha ido a
peor. Todo te cuesta más que cuando vivías con él, porque lo tienes que hacer
tú sola absolutamente todo. A veces dudas.
Pero no volverás a ese pozo
nunca más. ¿Sabes por qué? Porque lo has enterrado, lo has tapado con tu nueva
vida, con tu nuevo yo. La satisfacción que te produce dejar el miedo y la
angustia atrás supera con creces la confortable oscuridad de cualquier pozo
emocional de maltrato. Cuando por fin te sientes libre, por muchas penurias de
tipo material que pases, por muchas veces que cometas errores o te caigas de
nuevo al suelo, no vas a volver al pozo.
Ahora eres libre y ningún agujero
emocional te puede quitar tu libertad.
Así que, si estás a oscuras, sal
del pozo.
Tómate tu tiempo, haz un plan,
busca apoyos, pero, sobre todo, confía en ti misma, con tus luces y con tus sombras.
Empieza hoy, ya, ahora mismo. Levanta el primer pie y comienza a escalar esa
pared que el tiempo ha levantado en tu relación tóxica.
Sal.
No son frases de ánimo ni de
autoayuda. Son reales. Porque tú puedes.
Comentarios
Publicar un comentario